PARÍS
Nº4
“El Síndrome de París viene descrito como un trastorno psicológico transitorio encontrado en algunos individuos que visitan de vacaciones París como resultado del choque extremo derivado de su descubrimiento de que París no es lo que esperaban que fuera“.
La primera vez en París, ese momento en el que tus expectativas se han situado tan altas que esperas (como mínimo) vivir una experiencia como la del protagonista de Midnight in Paris. Bueno, no ha sido así, por eso creo haber sufrido un poco de ese síndrome (que yo soy muy de sufrir síndromes), y eso no quiere decir que la ciudad me haya decepcionado, pero he podido crear mis impresiones y aún a casi una semana de haber vuelto no me ha dado tiempo a revisar bien cada una de las fotos que he podido hacer, por eso espero que esta Acta Diurna me ayude a recoger a grandes rasgos lo que ha supuesto este primer encuentro con París, esa ciudad cuya forma se modifica más rápido que el corazón humano.
La primera toma de contacto fue con el centro artístico de ese París de inicios del S.XX que tanto me ha llamado siempre la atención, Montmartre, del que me quedé con la idea de que queda poco de lo que fue, y lo que allí quedaba eran leves reminiscencias de un entorno artístico desenfrenado, cultural, histórico.
Pero la esencia permanecía, de alguna forma, en los artistas que ocupan la Place du Tertre pintando retratos (y no solo) de los turistas que a pesar del frío, de la lluvia, o del incesante tránsito de personas, desean ser parte de la tradición artística de este pequeño pedazo de París en el que ya no habita el intercambio de obras de arte, las tertulias que cuestionan el mundo o las ganas de vivir de un periodo de entreguerras en el que todo el mundo tenía algo que aportar.
Y después subir con un frío inmenso hasta el Sacré-Cœur para encender una vela, porque últimamente soy muy de rituales en espacios cargados de energía, independientemente de que los templos pertenezcan a una religión u otra, ya que no dejan de ser espacios que recogen la llamada de muchas almas con deseos.
Y el frío parecía cada vez más intenso, y empezó a llover sin parar durante más de un día, pero continuamos explorando a pesar de todo.
Y así llegó el primer síntoma del otro síndrome del que sufro mucho, el de Stendhal, que sentí al entrar en el Musée d'Orsay. No puedo describir muy bien las emociones que me invadieron, pero podría haberme quedado a vivir en esa antigua estación reconvertida en un museo dedicado al arte del S. XIX y principios del S.XX.
El tiempo desapareció mientras fotografié ese paraíso lleno de esculturas que se cobijan bajo la gran nave central, llena de quien más, quien menos, se sentaba a observar y pintar las formas de algunas de ellas encontrando en común el interés en el estudio de todos esos cuerpos.
Y de pronto salió el sol de nuevo para volver a esconderse, y ya sabía que aún tenía la oportunidad de ver una ciudad completamente diferente. Y hasta que ese momento llegase, tocaba adentrarse en el Museo del Louvre, uno de los más visitados anualmente en el mundo, y ahora que he estado dentro, puedo entender el motivo. No voy a contar las obviedades del maravilloso arte del que pude disfrutar…bueno sí, porque pude ver “La Muerte de la Virgen” de Caravaggio, que me conmovió profundamente, pero independientemente de todo el concepto artístico, me di cuenta de que el verdadero reportaje fotográfico (que no hice), estaba bajo la pirámide del museo, allí donde todo el mundo puede plantear su visita, comer, descansar en el suelo y comprar cualquier cosa relacionada con lo que han visto dentro (y no solo).
La apertura mental del Louvre, que permite vivir el museo de esta forma, que permite fotografiar libremente cada una de sus salas, que ha organizado su estructura para que la experiencia museística sea completa, es la clave de su éxito. Un absoluto ejemplo a seguir.
Me encantaría que el espacio que tienen reservado a La Gioconda fuese en una sala independiente donde no pudiese desmerecer gran parte de la obra de Paolo Veronés que la rodea. Mi observación hacia ella tiene que ver con “La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana” de Leonardo da Vinci, cuyo fondo azul se asemeja bastante a La Gioconda de la que disponemos en el Museo del Prado, sin duda alguna, creo que aquí en Madrid tenemos una joya poco valorada, y me encantaría que la perspectiva social del Prado cambiase pronto, para que exista la posibilidad de poder hacer fotos dentro del museo y así elevar exponencialmente el interés de la gente en visitarlo.
Creo que aún queda mucho recorrido por hacer.
Y por último, creo que ella, la Victoria de Samotracia, se merece una mención individual en esta Acta, por ser la escultura que más he venerado dentro de esos muros. Pude ver y casi tocar con mis manos un recorrido histórico que para mí tiene mucho significado. No hay muchas palabras para describir lo que supone realizar ese recorrido desde una de las galerías del museo y subir por la escalera Daru hasta ella.
Supongo que la palabra que más se ha repetido en mi cabeza para ella ha sido “hipnotizante”.
Más jardines, otros museos, más dulces y muchos pasos más hasta que definitivamente salió el sol, que aprovechamos para seguir caminando. Y llegó ese momento en el que descubrí esa ciudad de la luz de la que tanto había oído hablar, otra historia diferente a lo que había estado pasando los días anteriores.
Me han dicho que ha sido arriesgado, pero quiero agradecer (como siempre) a todos los extraños en mis fotos que me han ayudado a captar la esencia de la ciudad, que con sus luces y sus sombras me ha parecido demasiado grande para mi corazón. He reflexionado mucho sobre la incapacidad que he tenido de enamorarme de París, esa ciudad que en su mayoría es adorada, pero que a mí me ha parecido inmensamente grande.
Y también preciosa, pero no me he enamorado, y creo que el único motivo es el de que ya hay una ciudad que ocupa mi corazón (qué le voy a hacer).
Mi último apunte se lo regalo al París de Amélie Poulain, que he descubierto caminando si haberlo planificado (porque ese era mi destino). “Le fabuleux destin d'Amélie Poulain” del director Jean-Pierre Jeunet es una historia sobre soñadores, sobre esa gente que parece no encajar en una sociedad que establece que no hay nada que hacer con las ilusiones, los sueños, la imaginación.
He pasado cada día por el Cafe des Deux Moulins, y me he sentado allí para entender que ese sitio no fue elegido aleatoriamente por Jeunet. Es un sitio que respira esas rarezas de quien sólo tiene la capacidad de imaginar mundos paralelos, de quien no se ha cansado de soñar.
Y allí pasé mucho tiempo en varios momentos del viaje, sintiendo que era un espacio en el que me sentía especialmente cómoda.
La verdad de este viaje es que me he reído, pero también he llorado por no poder ver alguna que otra obra de arte (una cuestión de tiempo y logística), he caminado mucho y he vivido una experiencia inolvidable con mi grupo de aventuras favorito, que aunque a veces hagan los recorridos más complicados, el objetivo de crear recuerdos se cumple siempre satisfactoriamente. He bailado abrazada a mi hijo sobre un barco en el Sena, he gritado en Disneyland, y me he seguido sintiendo conectada a esas personas que me acompañan siempre allá donde voy, aunque no estén conmigo físicamente.
Dicen que no existen segundas oportunidades para las primeras impresiones, pero tengo la sensación de que París (a pesar de todo) tiene esa capacidad, la de regalarte vidas e impresiones diferentes cada vez que la visitas. Por ello, me despido hasta la próxima, porque estoy convencida de que podré volver a conocerla de nuevo cuando haya pasado un tiempo.
Hasta entonces, esto es todo París.